17 enero 2015

Alvite


1998. Descubrí a Alvite de madrugada, a la hora que los amigos lo acaban siendo para toda la vida aunque no se conozcan de nada. Se puede decir que entonces éramos vecinos. Mi primer paraíso de los sueños perdidos habitó la planta 17 de Capitán Haya, 1. El gallego daba cerrojazo a la última columna del penúltimo Diario 16 desde la planta 8. Él malvivía en un campo de estrellas y yo estaba muy cerca de ellas, en un balcón al Santiago Bernabéu. Cuando vas a trabajar a la radio un domingo a las cinco de la mañana el metro sigue cerrado, el búho no te guiña, los bares te silban cuando se abren las puertas y las parejas caldean los portales. Después de poner las calles, subía a RadioVoz y me metía el primer asfalto de máquina. En aquel ático, mientras encendía el ordenador, limpiaba las cenizas del teclado y buscaba la neurona, terminaba arrastrando mis huesos a la barra del Savoy. El titular estaba en la portada, sí, pero la vida pasaba por la última página. Con los dedos negros de la tinta, José Luís mascullaba la historia de aquella conquista inesperada porque la mujer no había entendido bien el piropo. Anoche, Alvite, te quería haber contado que llevo un año de perros porque parecen siete, con el alma del nueve largo. Cuando me dijo Charlie que traspasaban el local, no sabría decirte qué me emocionó más, si la melodía que tocaba Ernie o el humo de tu puro. Gracias a ti recordé cómo quiero llegar a viejo, descarrilado y en vía muerta. Creíste ver una legaña pero era una lágrima.

José Luís Alvite, nieto, hijo y sobrino de periodistas, melancólico y mortal, nació y murió en Santiago de Compostela. Tenía 65 años. Nunca viajó a Nueva York. Tampoco hizo falta.

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